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viernes, 12 de febrero de 2010

La cortesía: Microfísica del respeto


El interés mediático que ha suscitado la publicación y difusión de una ordenanza de civismo en Mota del Cuervo (Cuenca), que recoge cuarenta y tres normas de cortesía que todos los agentes educativos -padres, profesores, servicios sociales, partidos políticos y Ayuntamiento- se comprometerían a inculcar a los más jóvenes en los diferentes ámbitos y tramos educativos, se hace eco de un acto que reivindica a nivel municipal la importancia de una de las asignaturas injustamente olvidadas de nuestra democracia: el civismo.

No late en la mencionada publicación, acogida por los medios con una mezcla de exotismo y perplejidad, un afán punitivo –carece de régimen sancionador- que penalizaría a los ciudadanos por el simple hecho de olvidar dar las gracias, no corresponder al saludo, sorber la sopa o rascarse los genitales en público. Tampoco es un intento de usurpar a la familia (sumida junto a la escuela en la peor crisis de autoridad de su historia) su responsabilidad educativa por parte de las instituciones públicas. El verdadero motivo de esta ordenanza parte de la constatación de que el cuerpo de nuestras sociedades desarrolladas sufre una verdadera osteoporosis, una peligrosa anemia en la calidad y cantidad de sus vínculos. La grosería e indiferencia con el prójimo corroen los frágiles hábitats culturales del mismo modo que el cambio climático erosiona los ecosistemas naturales.

Mota del Cuervo, aunada como Fuenteovejuna frente a la imparable expansión del filiarcado de la generación nini, ha puesto en funcionamiento un plan para regenerar su tejido comunitario, una de cuyas piezas maestras es el respaldo unánime a esas formas de trato social a las que llamamos cortesía. Subyace la convicción de que si las normas éticas y jurídicas son los huesos que sostienen el cuerpo social, las buenas maneras son los músculos, nervios y tendones.

Estos hábitos de urbanidad han sido las herramientas de las que se han valido nuestros antepasados para hacer posible la convivencia en el seno de pueblos, aldeas y ciudades. Representan, en el más pleno sentido de la palabra, un capital social. Pedir las cosas por favor, servirnos en último lugar, ser puntuales, no murmurar de un ausente, ofrecer nuestro asiento a un anciano, recoger los excrementos de nuestro perro o apagar el móvil para no distraer a otros espectadores son ejemplos de buena educación. La función de estas normas no es otra que hacer visible mediante gestos públicos el respeto y el cuidado que toda persona merece por el hecho de serlo.

Algunos criterios que la ordenanza recomienda a la hora de poner en práctica los códigos de cortesía serían los siguientes:

- Es preciso aplicar las normas con flexibilidad a los distintos contextos, alejándose tanto del pasotismo que todo lo permite como del puntillismo que todo lo condena.
- La confianza o el cariño no deben servir jamás de excusa para la falta de delicadeza hacia los más cercanos. Que el afecto ofrezca más y no menos que el respeto.
- No basta ser cortés para ser buena persona, pero no se puede ser buena persona sin ser cortés.
- No nos limitemos a cumplir con frialdad la letra de la norma sino, a ser posible, pongamos un poco de corazón en ello. La cordialidad sin servilismo es el alma secreta de la cortesía.
- No debe eximirnos del cumplimiento de una norma su incumplimiento por parte de los otros. Demostramos así nuestra dignidad personal, nuestra categoría moral y el respeto que nos profesamos a nosotros mismos.
- Todos y cada uno de los que formamos parte de la comunidad tenemos el deber de promover la aplicación de estas normas en nuestro entorno –predicar con el ejemplo–, y corregir con firmeza y amabilidad su incumplimiento.

Desgraciadamente, como señalé anteriormente, la cortesía es la asignatura olvidada de nuestras democracias. No poca responsabilidad ha tenido en ello la creencia infundada de que fomentar la urbanidad es propio de culturas represivas y autoritarias. Como es lógico, este tipo de sociedades patriarcales, sexistas, estamentales y confesionales generó un código de usos y costumbres cuyo fin era impregnar la vida cotidiana de jerarquía, segregaciones, sumisión y privilegios. Una sociedad democrática no debe renunciar por reacción a tener su propio código de usos y costumbres, sino establecerlo sobre la base de patrones universales de respeto y cuidado. Con ello, no solo restauramos lo mejor del pasado, devolviéndole la memoria, sino que provocamos una revolución pacífica y silenciosa.

Feliciano Mayorga Tarriño. Filósofo, autor de "La fórmula del bien. Manual de justicia para ciudadanos del mundo". Ed. Éride, 2009.

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