La expresión se convirtió en algo
habitual en su comunicación oral acompañando a cualquier contestación,
enunciado, razonamiento, reflexión… que formulara con motivo de su relación con
los demás. Todo le hacía apuntar la expresión: las cosas más insulsas y
anodinas, los sentimientos de los demás, algún suceso o acontecimiento del
momento, la actualidad política y económica, el trabajo, las vacaciones y
diversiones… hasta con las cosas que daban risa, como un chiste, una jocosidad,
una historieta con gracejo, con las que se desternillaba de la risa, el muy imbécil,
al final, siempre decía: “No me hagas reír”. Ja¡¡
Él antes no era así, fue de
buenas a primeras, y sin saber nadie el motivo, que se convirtió a esa especie
de penitencia del hazme no reír, que al principio llamaba la atención por su
severidad y constancia, luego por la locura que entrañaba, “este tío está más
p’allá que p´acá” –pensaban algunos que le conocían de nuevas-, y acababa
resultando cargante y hasta insoportable, motivo por el cual otros le huían
evitando la relación.
Yo le seguí sufriendo, nunca le
pregunté por los motivos del cambio que sobrellevaba, y él siendo consciente de
ello, creo, se aprovechaba, y actuaba conmigo de forma más recalcitrante, para
castigarme por ello, aún a sabiendas de que cada vez le quedaba menos gente
alrededor que soportara esa infame forma de ser.
Así fueron pasando los días y las
semanas, otras personas de otros ámbitos y ambientes que le conocían, y con las
cuáles había existido una relación de confianza, de afecto, de colegueo,
familiar, que se iba perdiendo, también coincidían en comentar el absurdo en el
que se había convertido el sujeto.
Hazme no reír cada vez estaba más
sólo y rechazado, perdió su ocupación, su mujer le dejó, los amigos le fueron
dando la espalda hasta que no quedó ni uno. En el gesto de los tuvimos que
seguirlo tratando, cada vez que se presentaba la ocasión, se dibujaba una mueca
de tolerancia contenida, que expresaba también rabia, unas gotas de odio, y
finalmente, mucha, mucha compasión… de otra forma, era imposible, la relación
con hazme no reír.
El latiguillo “no me hagas reír” pasó
de ser eso a un imperativo. No toleraba un gesto, una mueca, que denotara alegría, posible risa o
carcajada.
Un día harto de todo ello le
dije: “Te voy a matar, cretino”. Me respondió: “No me hagas reír”.
Esa fue la última vez que se oyó
la expresión de hazme no reír. Nadie le volvió a ver, ni supo de su maldita
existencia.